MADRID, 30 de enero de 2000

  SEÑORES ACADÉMICOS:

  

  Cuando hace meses comencé a pergeñar este discurso me resultó imposible saber cuál iba a ser el sentimiento que dominase mi ánimo en el momento de pronunciarlo días después ante ustedes. Y, por lo tanto, cuál sería la palabra o el conjunto de palabras adecuado para expresarlo.

  Decidí renunciar a adivinaciones y ceñirme a lo que en aquel momento sentía. Representáis, Señores Académicos, de manera muy señalada, entre otras características honrosísimas, la dedicación, el culto, el amor a la palabra. Sea no la primera sino una de las primeras que yo utilice ahora -puesto que, palabrón de por mí, ya van unas cuantas- agradecimiento. Y habréis advertido que, cómico de oficio, me he esforzado en que se advierta la mayúscula fonética, ya que no ortográfica, en esa palabra: agradecimiento.

  Inicié yo mis trabajos siendo modesto servidor de la palabra, con vocación de servirla aún más, de no cesar nunca en su servicio, de utilizarla en mis trabajos, en mis ocios, en mis defensas, en mis conquistas. Era yo monaguillo de la palabra cuando ya me hormigueaba la vocación de ser no sólo intérprete de ella sino sacerdote de su culto.

  Entendía que no sólo la palabra era mía, sino que, como en arriesgada relación amorosa, era yo de ella, pertenencia de ella, porque sin poder ser yo expresado por las palabras de otros ¿habría constancia de mi existencia?

  Con la generosidad de que habéis dado muestra al aceptarme entre vosotros -y ¿cómo voy a recordaros, sin sentir rubor, que el germen de la palabra generosidad está en gen y que, a sabiendas, me habéis aceptado como persona de vuestra alcurnia?-, con la generosidad, digo, de que habéis dado muestra al admitirme entre vosotros, oficiantes de este culto, me impulsáis a creer que mi viejísima, por haberla sentido de muy joven, vocación no era del todo equivocada.

  Bien sé que no vengo aquí exclusivamente por mí mismo -y mucho menos por mis méritos- sino también en representación de dos mundos cuyos habitantes pueden considerarse hasta cierto punto gemelos, aunque no tanto como univitelinos: el del cine y el del teatro.

  El teatro, en cuanto a literatura, poesía dramática, ha tenido desde los primeros tiempos de esta ilustre Institución representantes muy meritorios en ella. No ha ocurrido lo mismo en cuanto a los intérpretes de esa poesía, los representantes, comédicos, actores, que con tantas palabras, farandules, comediantes, histriones, se nos ha denominado, pasando por las de hipócritas y farsantes, que, no teniendo en principio sentido peyorativo, lo tuvieron después por aplicársenos a nosotros, a los cómicos. Esta es la primera ocasión, si no me equivoco, en que, con paso dudoso, un sacerdote del diablo pisa las mismas alfombras que vosotros.

  Como representante del primero de los mundos a que me he referido, el cine, no se me recibe -o al menos así lo entiendo yo- por mi oficio de cómico, sino por haber servido en diversos menesteres: actor, director, guionista, financiero... Y deseo creer que se me admite también, aunque en menor medida, por unir a esos trabajos la fidelidad a mi vocación de escritor, mi amor a la palabra, no sólo a la lanzada al público desde un escenario o a través de una cámara y un micrófono, sino a la palabra escrita en silencio y soledad. De este amor a la palabra, escrita o hablada, del estudio de este amor, venía el Académico a quien sucedo.

  Imprudencia sería por mi parte que intentase ahora recordar y poner de relieve en este ámbito y ante tal audiencia, por de sobra sabidos, los méritos de mi insigne antecesor. Años y años dedicados al estudio, a la investigación, honores nacionales y de los más diversos países extranjeros, inquietud unida al conocimiento científico, prospección del futuro y analítico conocimiento del pasado. Cualidades, características, aspectos todos suficientemente conocidos del Académico a quien me honro en suceder.

  Mas hay algo que sí puedo resaltar, aunque se deba a pura coincidencia, a fruto de la casualidad, como enlace entre los trabajos del ausente profesor y los del cómico que, por vuestra amplitud de espíritu, le sucede: la utilización de la voz, del lenguaje, de la palabra. En uno de ellos, el profesor ilustre, como materia de estudio, en el otro, el cómico, como herramienta.

  El más profundo y progresista tratado sobre lingüística de este siglo, en España, es quizás, según los que entienden de la materia, el tratado de Fonología española de Emilio Alarcos Llorach.

  El modo de exponer las ideas el profesor Alarcos es claro, directo, abunda en ejemplos por su afán de claridad; sólo precisa el lector, aunque no sea perito en la materia, adoptar la nueva perspectiva que se le propone y así comprobará que los viejos conceptos adquieren otro significado.

  Dedicó gran parte de su imprescindible obra el autor de Fonología española a divulgar los nuevos hallazgos en el campo de la lingüística, los de Saussure y sus secuaces, pero trasladados con eficacísima precisión a la lengua española.

  Para un obrero de las palabras, como puede serlo el cómico que hoy os dirige estas series de ellas, es un gozo recorrer los caminos abiertos por Alarcos, recrearse en las diferencias entre lengua y habla. En nuestro oficio, modesto y libertario, siempre se ha planteado esta diferencia, aunque los oficiantes ignorásemos que debatíamos cuestiones académicas.

  ¿Debe el cómico durante la representación, una vez introducido en su personaje -o su personaje en él-, pronunciar su texto con arreglo al lenguaje o con arreglo al habla? Pongo un ejemplo a la pata la llana -y me disculpo por ello-, sin alejarnos demasiado de nuestro tiempo: prescindiendo del tema de la calidad, puede observarse que los textos de literatura teatral de Jacinto Benavente parecen escritos ateniéndose el autor al lenguaje, y los de Carlos Arniches con atención al habla. Bien sé que el ejemplo no resistiría un análisis minucioso y lo utilizo sólo para entendernos entre nosotros, pero esta disyuntiva se plantea con muchísima frecuencia, y suele ser materia de discusión en el trabajo de los actores. Para los que, como digo, puede ser un gozo pasear por los caminos desbrozados por el explorador sabio Emilio Alarcos, especialmente en su tratado Fonología española; paseo que les deparará múltiples y agradables sorpresas.

  Con las reservas y las dudas que el estructuralismo provocó en sus inicios, y sigue provocando, la precisión y la claridad del estilo de Alarcos, a quien puede considerarse por su tenacidad y su esforzada defensa, como su primer propagador en España, le hicieron ganar no pocos adeptos, aun contando con lo difícil que resulta siempre en el terreno científico y en algunos otros enfrentarse a la tradición, por irracional que sea, a la facilidad que nos promete y con la que nos seduce el campo ya trillado.

  He dicho precisión y claridad al referirme al estilo de nuestro autor y quizás debería añadir también sencillez. Entendiendo por tal sencillez no sólo la del escritor sino la del supuesto lector.

  Un comentarista anónimo de la obra de Emilio Alarcos Llorach dijo que «al escribir piensa en los muy distintos lectores que pueden acudir a su libro».

  Razón ésta de que al caer un libro del sabio Alarcos en manos tan poco habituadas a hojear textos científicos como las de un cómico, pueda éste entender, aprender, recibir enseñanzas útiles para su oficio, incluso en muchos puntos, sentirse identificado con el pensamiento del autor.

  Cabe preguntarse: ¿es cierto lo de la sencillez, la claridad de Alarcos, lo de que piense en «los muy distintos lectores»? Entonces, ¿a qué viene lo de fonema y morfema?

  No quiero insinuar de ninguna manera, nada más alejado de mi propósito en una solemne ocasión como ésta, que el sabio haya inventado primero la palabra con ánimo de suscitar la atención y posteriormente se haya esforzado en encontrarle un contenido adecuado.

  Pero sí quiero lanzar la sospecha de que el sabio, y los que le han precedido, y los que han transitado por el mismo camino, ya desbrozado, como epígonos, secuaces, se han comportado como enamorados. En este caso, como enamorados de la palabra, a la que, en apariencia, pretendían relegar a un segundo o tercer término en el hábito de la comunicación humana.

  Pues una de las primeras cosas que hacen los enamorados ¿no suele ser buscar un nuevo nombre para el objeto de su amor? ¿Y acaso no lo adornan después con otros muchos nombres, términos, vocablos, voces, morfemas, fonemas... mientras que los demás, los que estamos fuera del ceñido círculo de su amor seguimos conociéndolo (o conociéndola) por su nombre de pila?

  Sí; bajo todos esos cultos y útiles neologismos, en el fondo de esa necesaria jerga científica, nosotros, los profanos, creemos advertir siempre el latido y la presencia del ser amado al que seguimos designando con el nombre que tenía cuando su enamorado lo conoció: la palabra.

  Es mi propósito utilizar esta circunstancia, la de hallarme ante asamblea tan propicia, para disertar, aunque superficialmente, sobre la utilización de la palabra en el teatro, en las diversas modalidades de espectáculos; y sobre las vicisitudes que en unas ocasiones la han asediado y las bienandanzas que en otras la han favorecido al enfrentarse inevitablemente con los inventos de nuestra época relacionados con ella: la telegrafía, el cinematógrafo, la radio, la televisión...

  Me he sentado, como otros días y otras noches, ante el ordenador -a quien me liga una paranoide relación de amor-odio-, pero antes de comenzar la labor me he quedado en suspenso al caer en la cuenta de que no es tan fácil como yo me imaginaba saber cuándo un invento es favorable para la palabra y cuándo puede resultarle perjudicial. A veces, como en la guerra y en la vida cotidiana, hay enemigos muy bien emboscados.

  Cuando un mimo actúa sin emplear palabras, la sorpresa que nos causa, el impacto artístico que recibimos, es que aquellos ademanes, gestos, movimientos corporales son traducibles a palabras. Nosotros mismos, los espectadores, comprendemos que el mimo, en ese momento, es un hombre que sube una escalera, o un ladronzuelo que corre escapando de un policía. La palabra ha existido en el espectáculo aun sin ser pronunciada. La peripecia que va a narrarnos la pantomima la comprenderemos tanto si nos guiamos por el método lógico como si nos dejamos llevar por el pensamiento intuitivo, porque en cualquiera de los dos casos la iremos traduciendo en palabras. Creímos asistir a un espectáculo sin palabras, pero quienes nos han servido de lazarillos han sido las palabras.

  Consideraré en primer lugar la palabra como elemento utilizable en los espectáculos, sacros o profanos, que utilizada fue desde la más remota Antigüedad y en diversas culturas. Intentaré, en vuelo rápido, pasar sobre las evoluciones que por influencia de los cambios sociales, de los avances científicos y de los retrocesos impuestos por la autoridad incompetente, la palabra y los espectáculos han experimentado para llegar al momento en que, ya en los que podemos llamar nuestros tiempos, se enfrenta con su más temible enemigo: el cinematógrafo. A continuación consideraré el alcance y la intensidad y el poderío de sus enemigos y si realmente lo son o acaban convirtiéndose en compañeros de armas, hasta llegar a las costumbres de nuestros días; y sin compromiso previo de sacar ninguna conclusión.

  Emplearé un procedimiento muy conocido por los profesionales del cine y también por los espectadores: el flashback. En los comienzos de su utilización cinematográfica se entendía que era una «breve proyección explicativa». Más adelante fue perdiendo su condición de brevedad y todos sabemos que hay películas estructuradas sobre un solo, larguísimo flashback. Podrían emplearse los términos españoles «retrospección» o «vuelta atrás», pero flashback está tan arraigado en nuestra jerga profesional que si dijéramos «vuelta atrás» o «retrospección» algunos colaboradores no nos entenderían.

  Bien. Interior confortable de clase media acomodada. A la caída de la tarde. En la sala de estar-comedor, la familia. Una familia estándar: el padre, la madre, aún jóvenes, una hija quinceañera, un hijo más pequeño y el abuelo, funcionario jubilado. Todos están pendientes del televisor. El crío pequeño da muestras de cabreo porque no se ha elegido el canal que él prefería. Le han dicho que se vaya a la cocina a verlo en el televisor de Genoveva. Pero tampoco a Genoveva le interesan las aventuras del policía negro que apasionan al chico. Los demás, el padre, la madre, la chica, sí están interesados en la serie Un extranjero en la familia.

  Al abuelo le da igual. Le entretiene oír las palabras aunque no siga las historias. Oye la música. Ve los colores, el movimiento de las personas. No sabe bien quién es el cuñado estafador y quién el extranjero, pero le da lo mismo. Le gusta ver que se mueven, que hablan, que están en colores y que suena la música de fondo.

  Y empieza el flashback.

  A un espectador teatral de la Grecia clásica, su amigo el vaticinador, el conocedor del futuro, le dice que con el correr de los años, o de los siglos, el vate no está muy seguro de sus cálculos, llegará un momento en que a los actores, durante la representación, se les verá el rostro, no lo llevarán cubierto. La primera reacción del espectador ateniense es la perplejidad. ¿El rostro de los actores? ¿Para qué verlo?, se pregunta. ¿Cómo creer que es Creonte o Egisto o Agamenón, aquel histrión, Menipo, Anaxis, Cleidémides, al que se ve con frecuencia en la taberna? ¿Qué relación puede existir entre el rostro de los actores y las palabras del poeta trágico Esquilo, que con la trilogía en que incluye Los Persas acaba de obtener el premio en el concurso trágico de las Grandes Dionisíacas?

  Los tres actores, los mencionados u otros como ellos, representan siempre las tragedias con el rostro cubierto con máscaras blancas (aún no se le ha ocurrido a Sófocles pintarlas y esculpirlas de otra manera). Sus voces, si se trata de experimentados profesionales, consiguen llevar las palabras hasta las localidades más altas del anfiteatro. Los aficionados espectadores atenienses, sobre las máscaras blancas ven, con la fuerza de su imaginación agudizada por las palabras del poeta y la voz del actor, las facciones de Creonte, de Egisto, de Agamenón, incluso de Antígona o Medea.

  ¿Qué ocurrirá cuando llegue ese tiempo en que el actor represente a cara descubierta? Empieza a sospechar el sorprendido espectador, buen aficionado, si el vino de Chipre, que cada año llega a Atenas en mayor cantidad, no estará nublando las facultades de su amigo el vate.

  Es inevitable que en las palabras que escucháis, Señores Académicos, y en las que vais a escuchar, se oiga la voz de un comediante, o resuenen sus ecos, pues de las varias deformaciones profesionales de quien os habla, la de actor es la más evidente. Además, es mi propósito referirme -aunque algún que otro desvío sea inevitable- a lo que ha sido y es la palabra en el ámbito del espectáculo.

   No puedo negar que hablar de la palabra, pensar, aun que trivialmente, sobre ella, con la voz, la memoria, el entendimiento de un cómico es algo muy diferente a hablar o a pensar sobre la palabra si se gana uno la vida con cualquier otro menester. Excluyo el de escritor, el de poeta. Aún no he concluido de escribir el último renglón del párrafo anterior cuando advierto que he pensado precipitadamente o no he pensado mientras escribía. Advertimos a veces, cuando escribimos, que el pensamiento va más rápido que la máquina, o antiguamente que la pluma, y con frecuencia no es eso lo que sucede, sino que hemos dejado de pensar, y por ello la velocidad del pensamiento nos parece inusitada. Este fenómeno ha debido de ocurrirme a mí hace unos instantes. Porque ¿cómo puedo haber afirmado, o al menos insinuado, que el trato con la palabra es muy diferente en cómicos y poetas que en trabajadores de otras especialidades? Pues ¿y los políticos, que en la mayoría de los casos se ganan la vida, los que no han heredado bienes de fortuna, con las palabras y no con los hechos que las refrendan? ¿Y los rufianes, que lo primero que deben utilizar -aunque luego sepan dar mejores muestras de su valía- es la labia? ¿Y los estafadores de cualquier rango, desde los timadores callejeros a los que se apoderan de grandes complejos bancarios solapados en la autorizada máscara de la «sociedad anónima»? ¿Y los abogados, los fiscales? ¿Y los profesores, los agentes de seguros, los comisionistas de cualquier especie, los charlatanes del Rastro, los sacerdotes de cualquier religión, comisionistas del más allá?

   Distintas son las palabras con que los hombres se comunican o se expresan a sí mismos sus conflictos, sus sentimientos, y no sólo por la diversidad de los idiomas, sino en el uso del propio. La edad, las diferencias sociales, las modas hacen que determinadas palabras -o fonemas o morfemas- no signifiquen lo mismo para el nieto que para el abuelo, para el pobre -quiere decirse hijo de pobre- inculto, o cultivado en la calle, que para el rico -quiere decirse hijo de rico- pasado por una Universidad extranjera. Pero los conceptos sí son los mismos, belleza, amor, odio, hambre, esperanza, deseo, necesidad, misterio, injusticia, angustia, alegría...

  No sabe la gente común que aquello son conceptos, porque no llega ni siquiera a saber que concepto es una palabra que significa algo que en principio no es una palabra. Y no lo sabe no porque sea un animal de otra especie al cual esos conceptos y sus representantes las palabras no le son útiles para la lucha por la vida, sino porque no se lo han enseñado, porque alguien -o algunos- no se lo han enseñado, han tenido buen cuidado en no enseñárselo.

  La palabra, no para el especialista, el estudioso, sino para la gente común, que la emplea sin conocerla o conociéndola sólo por encima, significa en muchas ocasiones algo muy distinto de lo que significa para el especialista, el cultivado, el estudioso.

  Cierto que la gente común, cuando la recibe ya desgastada por el uso, la utiliza sin saber su significado estricto, exacto; pero también es cierto que a veces el especialista, el estudioso, la utiliza -pienso que nunca deliberadamente, como es el caso de los políticos- sin saber lo que significa para la gente común.

  Quizás si no necesario, puede por lo menos ser útil diferenciar entre la palabra hablada, la palabra escrita y una tercera variante, la palabra escrita con la intención de que sea hablada. Y hoy, merced a los grandes adelantos, con la intención de que sea no sólo hablada sino divulgada, divulgadísima.

  Qué enorme diferencia de posibilidades de difusión entre la palabra escrita con intención de que fuera hablada en una tragedia estoica de Séneca, un drama teológico-filosófico de Calderón de la Barca o, ya a finales del siglo XIX, un drama social-moralizante de León Tolstoi o de Henrik lbsen o aterrorizante de August Strindberg, y la que puede alcanzar hoy, un siglo después, un folletín de ciencia ficción de Spielberg, una serie televisiva de alta sociedad estadounidense o, entre nosotros, Médico de familia, El súper o la película Torrente, el brazo tonto de la ley.

  Se empieza a hacer la nueva luz sobre la larguísima «edad de las tinieblas». En el siglo XV, el alemán Gutenberg, aunque su nombre no aparezca en ningún impreso conocido, y digan lo que digan los nacionalistas de otras naciones, inventa los tipos gráficos sueltos fundidos, o sea, los caracteres móviles, la imprenta, y da nuevas alas a la palabra. En este caso, a la palabra escrita.

  A partir de entonces, no sólo en la casa ciudadana sino en la casa rural, el que sabe leer lee en voz alta junto al fuego y los demás escuchan. Rodeado por familiares, servidores, aparceros, acaso lee unos episodios del Quijote, el Lazarillo o una novela de doña María de Montemayor. Y así, con perfecciones pero sin más inventos, se llegará a las lecturas en las casas burguesas del siglo XIX, a la caída de la tarde, escuchando las señoras y señoritas de la casa en el saloncito, a la lectora, la última novela de Armando Palacio Valdés.

  Desde Gutenberg y la imprenta ha habido que aguardar muchos años, unos siglos, pero a la voz, a la palabra le llega un nuevo invento: se le llama telégrafo. Desde la más remota Antigüedad el hombre había transmitido sus palabras a distancia, pero fecha muy señalada es la de 1753, cuando el escocés Marshall idea un aparato en el que se unen la electricidad y las letras del alfabeto, con lo que propicia el vuelo de la palabra pero también da pie al nacimiento de un lenguaje singular, tristemente lacónico: el lenguaje del telegrama, en el que muy escasas obras literarias se han escrito. A pesar de todo, se llegó a decir, y no sin razón, que el telégrafo era «la conquista del hombre sobre el espacio y el tiempo».

  Es la gran época del teatro burgués, y en los amplios coliseos la voz de los intérpretes cobra gran importancia por la dificultad de visión del rostro de los actores desde las localidades altas. Mas para que esa voz, ayudada por medios artificiales, llegue sin excesivo esfuerzo y sin pérdida de naturalidad al llamado gallinero o, con más delicadeza, paraíso, falta algún tiempo.

  Ha sido siempre importante en el oficio de actor, el ademán, el gesto, el movimiento corporal; pero durante muchísimos años, siglos, era más importante, más prioritaria y más definitoria de la vocación, la voz, la calidad y utilización de la voz, puesta, como es natural, al servicio de la palabra, aunque también, excepcionalmente, del grito o del suspiro. ¿Y qué ocurre en nuestra cultura, nuestra sociedad, a finales del siglo XIX, que se relacione con la palabra hablada?

  1897: el fisiólogo francés Esteban Julio Marey, el fotógrafo angloamericano Eduardo Muybridge, el ayudante de laboratorio de la Thomas Alva Edison Company, Guillermo Kennedy Laurie Dickinson, el propio Thomas Alva Edison y los hermanos Luis y Augusto Lumière -y quizás algunos otros cuyos nombres se han perdido-, inventan el cine. Eso es lo que ocurre: la invención del cinematógrafo, acontecimiento que cierra un siglo y abre otro. Como de la palabra estamos hablando ahora, es preciso recordar que inventaron el cine mudo.

  Acababa de llegar el gran enemigo.

  En el ámbito del espectáculo, con el invento del cinematógrafo, a la palabra le sobreviene una de las más grandes vicisitudes que le han acaecido desde la edad de las tinieblas, mucho más peligrosa que la aparición del lenguaje del telegrama. Sabido es que existía ya la pantomima, de remotísimo origen, pero no contaba con un público mayoritario. ¿Sería posible que, con el nuevo invento, el silencio derrotase a la palabra? ¿Comediantes y comediantas, actores y actrices, cómicos y cómicas tendrían que enmudecer sus bellas, potentes y cuidadas voces y convertirse en mimos? Grandes mimos son Charles Chaplin y Buster Keaton, Charlot y Pamplinas para el público español de entonces, que desde las pantallas producen asombro y arrastran a un público multitudinario de todas las edades y clases sociales.

  A las alturas en que ahora nos encontramos podemos hacer, ya que no balance exhaustivo, por lo menos recuento de las peripecias en que se ha visto incluida la palabra en este siglo que concluye, y también considerar en qué medida tales peripecias nos han afectado a nosotros, los cómicos.

  Con la aparición del cinematógrafo pierde el arte del actor su calidad de efímero. En un principio pudo parecer una ventaja. Pero, teniendo en cuenta la posibilidad de crítica posterior, podía ser todo lo contrario: una gran desventaja. No han pasado muchos años desde las primeras películas mudas cuando ya los jóvenes encuentran ridícula la gesticulación de algunos actores y actrices en las películas dramáticas. No es evidente el ridículo del director, ni el del fotógrafo, y mucho menos el del financiero: sólo el del actor.

  Los más avisados de ellos, o quizás los más humildes, se dan cuenta de que con aquel invento que convierte su arte efímero en perenne, como el de los pintores, los arquitectos, los escultores, no se gana nada, no se obtiene ningún beneficio, sino que se pierde buena parte de un prestigio que en algunos casos era temporal, fruto de una moda, y en otros imaginario. Incluso con el nuevo invento podrá llegar a juzgarse a los actores con arreglo a los gustos de otras épocas, como hoy a los pintores bizantinos o a los autores de libros de caballería. Para algunos de nosotros -quiero decir de nuestros descendientes- eso puede ser terrible.

  Siempre fueron proclives los señores de las clases altas, aristócratas y burgueses, al amor o a la diversión erótica con las actrices, las cantantes, las bailarinas. En los corrales de comedias españoles de los siglos XVI y XVII era costumbre que algunos caballeros merodeasen por pasillos y cuartos, antes de comenzar la representación, mientras las cómicas cambiaban la ropa de calle por la de escena. Privilegios de clase.

  En el «salón de proyecciones» ese inocente pero estimulante pasatiempo no existe. Detrás de la pantalla no hay nadie. Si acaso, un empleado dormitando, pero nunca Francesca Bertini o Clara Bow. Es uno de los cambios que, para curiosidad de sociólogos, trae el invento.

  Otro de los cambios es la aparición de un nuevo público más popular que el del teatro y más multitudinario. El cinematógrafo pronto se convierte en espectáculo de masas.

  Pero la aportación más trascendente del cinematógrafo con respecto al teatro es la desaparición de la palabra hablada. En España el nuevo espectáculo, el cine, tiene la misma multitudinaria acogida que en el resto del mundo. Y, como en el resto del mundo, la que podríamos llamar «clase intelectual» es la que demuestra más reservas ante la novedad, la que no pasa por lo de «séptimo arte». Y es porque la «clase intelectual» echa de menos la palabra. El nuevo espectáculo puede prescindir de la palabra. O dejarla limitada al mínimo: a los letreros. En lugar común se ha convertido la opinión de Bernard Shaw de que los letreros eran lo único bueno que tenía el cine.

  El cine mudo está más cerca de la pantomima que del teatro o la narrativa. Pero la falta de palabras no es una de sus cualidades, como algunos propagan, sino un defecto. El espectáculo -el que arrancó en la remota Antigüedad y llega hasta fines del XIX, con la pausa de la «edad de las tinieblas»-, ha perdido la palabra. La palabra, en lo que se refiere a ese ámbito, el del espectáculo, ha muerto.

  Las personas que durante su jornada habitual utilizan la palabra, en el «salón de proyecciones» se ven relegadas al silencio. ¿Como en misa?, podemos preguntarnos. Algo así. Pero en la misa, durante muchísimos siglos, se les permitió a los feligreses escuchar las palabras, aunque no entenderlas, dejándolas convertidas para la gente vulgar, la inmensa mayoría, en puros sonidos misteriosos.

  La palabra en el espectáculo, la palabra de la literatura teatral, la palabra escrita para ser hablada, recibe al siglo XX en el momento de la lucha con su gran enemigo: el cine. Algunos piensan, y entre ellos el llamado «gran público», que la palabra ya no es necesaria para contar historias. Está derrotada.

  Y aparece oportunamente un paladín.

  Es en ese momento crucial, de máximo peligro, cuando, como en cualquier novela de la andante caballería, o en cualquier película del Oeste, a la palabra -que es la buena, ella, la chica, la víctima- le surge un nuevo paladín. Ha nacido en Bolonia; su nombre, Guillermo Marconi, y consigue inventar lo que llamamos la radio. La palabra, derrotada por el cine mudo en el espectáculo, se introduce nada menos que en los hogares. Y en los talleres, en las fábricas. Su paladín la ha sacado del fondo cenagoso del lago y está a punto de elevarla a los cielos. Con las radios de galena, de fabricación casera, la palabra ajena, la palabra escrita para ser escuchada después, la palabra noticia volandera y la palabra con intención de permanencia están incluso en las casas de los pobres, que se arraciman sobre el rudimentario aparato, disputándose los auriculares, para escuchar el prodigio.

  Fue al comienzo del siglo el triunfo de la imagen sin voz. Ha llegado muy poco después la voz sin imagen. Ambos prodigios, la voz sin imagen y la imagen sin voz, están destinados a formar una unión libre. Y la forman. Han tirado por caminos muy distintos, divergentes, pero la reina casualidad los ha unido. Marconi y los hermanos Lumière no se han estrechado las manos, no ha habido arras ni anillos, pero la palabra y la imagen han creado la unión libre del cine sonoro.

  Breve en el tiempo ha sido la victoria del cine mudo, del cine sin palabras habladas. Poco duraron también, por lo tanto, los letreros que no le parecían mal al exigente genio Bernard Shaw. Lo cierto es que el cine nunca tuvo vocación de cine mudo. Lo fue porque en el momento de su invención no había otro remedio.

  Pero así como el ballet pide que no haya palabras y esa carencia de ellas forma parte de su modo de ser artístico, no era éste el caso del cine mudo. El cine mudo era mudo como puede ser muda una persona sorda porque no ha tenido posibilidad de aprender a hablar, pero no porque le agrade comunicarse por medio de muecas y ademanes.

  El cine mudo sentía añoranza de la palabra, aquella palabra que tan gloriosamente había utilizado durante siglos su pariente el teatro. El silencio era para el cine primitivo una carencia, un defecto. No una virtud deseada. Se procuró remediarla con un explicador que manejaba un puntero. Y también con un pianista.

  Pero no eran soluciones válidas. Las soluciones eran el cine sonoro y, más adelante, la televisión, que ya estaban en el horizonte.

  Aparece otro paladín de la palabra, éste aún más inesperado: el propio cine. De todos es sabido que jóvenes actrices de países cercanos o lejanos de Estados Unidos se desplazan desde hace años a Los Ángeles con el propósito, la ilusión, el sueño de triunfar en el cine de Hollywood. Hablo con algunas de esas jóvenes actrices españolas, bellas y en la mejor edad para triunfar en este oficio. El comportamiento de estas jóvenes actrices, impulsado por su lógica ambición, es meritísimo, digno de admiración. Proponerse situarse como actor o actriz en el cine americano es lógico en el mundo actual, pero llevar esa propuesta, esa decisión a la práctica es algo que, por las muchísimas dificultades que acarrea, despierta admiración. Estas actrices insisten, cuando me refiero a lo dificultoso que es el camino que han emprendido, en que el principal escollo es el dominio del idioma. Hay que hablar inglés, inglés americano, y hablarlo correctamente, sin acento hispano. En caso contrario es muy difícil encontrar papeles en las películas, por cortos que sean. Y sin esos papeles cortos es dificilísimo empezar y, por tanto, seguir; y mucho más difícil, casi imposible, llegar. He aquí cómo el cine pasa de enemigo de las palabras a paladín de ellas; en este caso de las de Hollywood, las inglesas.

  Siguiendo un proceso medianamente histórico, nada riguroso, la desaparición de la palabra del mundo del espectáculo, el ámbito teatral, la poesía dramática -¿era poesía dramática el cine mudo?- dura muy poco: treinta años en un proceso histórico que, con evidentes lagunas intermedias, se inicia en Egipto y en la India diez siglos antes del nacimiento de Jesucristo y se prolonga, de momento, hasta nuestros tiempos.

  Pero la palabra en el cine llega ya vencido el primer cuarto de siglo. Cuando estamos ya asentados en una cultura, en una sociedad. No hay en esta etapa vencedores y vencidos. Hay sólo vencedores; los vencidos ya no cuentan, no se los ve. O, si se los ve, no se les ve la cabeza; la tienen oculta, dócilmente, bajo el ala, como mandan las ordenanzas.

  Y, arrancando del cine sonoro y de camino hacia la televisión, le llega a la palabra, en su aventura a lo largo de este siglo, la monstruosidad del doblaje, del doblaje de las voces de los actores en las películas. Y digo monstruosidad porque realmente lo es: un ser humano con la voz de otro ser humano. Aunque, en este caso, se trata de una monstruosidad útil. Útil sobre todo para dos cosas muy importantes para los hombres, para los individuos: la cultura y la diversión. Es cierto que el doblaje, y adopto por un momento la voz de sus enemigos, entre los que no me cuento, se presta a la manipulación de la palabra, pero mucho tiempo antes de la invención del cine se decía, refiriéndose a la literatura: «traduttore: tradittore».

  Un sambenito cae sobre el doblaje -aparte de aquello de llamarlo «caballo de Troya», que no estaba del todo mal visto, no sólo desde el punto de vista comercial, sino desde el cultural- y es lo de utilizarlo en sistemas dictatoriales, y quizás en los otros, para tergiversar la intención de los autores de las películas llegando en algunas ocasiones a modificar radicalmente la trama de la historia, como en los ridículos casos de Mogambo o Su vida íntima, o la intención del autor como en la apostilla final de Ladrón de bicicletas.

  El sambenito de esta posibilidad, de esta utilización falsaria, es posible que siempre pese sobre el doblaje, que no deja de ser, utilizado con otros fines, un medio más de los que dispone el autor para expresarse, para comunicarse. Pues encuentra defensores no sólo entre los comerciantes del cine y el público mayoritario, sino en algunos profesionales. El famoso actor, director cinematográfico y escritor italiano Roberto Benigni, vencedor de los acreditados premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood, los popularísimos Oscar, el año 1999, ha respondido en un interrogatorio de prensa: «Para mí, el doblaje es el menor de dos males. Si usted lee los subtítulos es difícil que mire a los actores a los ojos. Y en cualquier caso, la voz es solamente algo que podemos llamar la mano izquierda de los medios expresivos del actor; el cuerpo, el rostro, los ojos tienen la misma importancia, si no más a veces.»

  Durante bastantes años, ahora ya no, muchos críticos y comentaristas del cine se esfuerzan en defender el cine mudo frente al sonoro, les parece aquél más puro, considerándolo un arte nuevo, el séptimo arte. Reiteran su opinión de que incluso en el cine sonoro es una virtud el silencio. Que la imagen es cine y la palabra es teatro; dando por supuesto que el cine es lo exquisito y el teatro lo reprobable.

  Pero esto no pasa de ser, en los que opinan así por criterio personal y no por simple epigonismo, un sentimiento romántico, en lo que el romanticismo puede tener no de expresión de individual aspiración a la libertad sino de añoranza de tiempos pasados.

  La palabra prosigue su aventura a lo largo del siglo y llega -o le llega- la televisión. No nos importa, en este somero recorrido, la fecha en que se producen los inventos sino el tiempo en que se divulgan, en que llegan a ser objetos de uso. Puede decirse que la televisión se inventó en 1928, pero en España no se divulga hasta el decenio de los 60.

  ¿Cuál es el episodio más significativo de la aventura de la palabra en el siglo XX a partir de la divulgación de los espectáculos televisivos? La introducción en los hogares. El espectáculo -más completo que el que desde años antes ofrecía la radio- viene a casa, no van los individuos al espectáculo. Este cambio es trascendental, significativo en cuanto al comportamiento de las personas, en cuanto a la convivencia.

  Ha entrado en casa, con la imagen, la palabra ajena. Y también la palabra escrita. La palabra escrita para ser escuchada después. Pero han entrado también, con una y otra denominación, con uno u otro oficio, los actores, los histriones, los «hijos de Satanás», que estamos en las casas, en los hogares privados, familiares, incluso clandestinos, a cualquier hora, del día y de la noche, en imagen y en sonido. Y los periodistas, los locutores, los presentadores. Ha entrado la misa, la homilía y el presidente del gobierno, y el subversivo con el rostro enmascarado, incluso la gente inofensiva que va por la calle, al taller o al supermercado. El espectáculo deja de ser acontecimiento, se convierte en algo cotidiano y que tiene lugar en nuestro comedor, nuestra cocina, nuestra sala, y en nuestra alcoba para ayudarnos a conciliar el sueño como los cuentos de la madre, de la abuela en la infancia o a reavivar un erotismo claudicante.

  Muchos son los antecedentes de este hallazgo tan representativo de la época que nos ha tocado vivir: el ágora de las ciudades clásicas; el heraldo transmitiendo la arenga; el corrillo de las vecindonas, en la acera, junto al portal; el pregonero, los hombres-anuncio... Todos expresión de unos deseos, unos anhelos de los seres humanos, en nuestro siglo materializados con eficacia y belleza. No sólo la vida, sino la representación de la vida está en casa por la televisión. Y ningún sacerdote de ninguna religión se atreverá a lanzar un exorcismo para expulsarla: porque allí estarán los adolescentes y los niños, si es que a los mayores ya los ha domesticado el terror estatal, para defender sus derechos, sus libertades, su albedrío. El derecho, sobre todo, a ver la televisión.

  Enlacemos de nuevo con el tiempo presente. Demos por concluido el flashback, la retrospección, la vuelta atrás. Interior de clase media acomodada. Ha anochecido. El padre de familia se ha ido a pasar un rato al pub donde suele reunirse un día sí y otro no con unos amigos. La madre ha subido al tercero a echar una partidita con el abogado, su mujer y otra vecina. La quinceañera está en el discobar, pero dentro de una hora tiene que volver a casa. Al chico, como todas las noches, le han acostado a la fuerza. Frente al televisor está el abuelo. Aún no dormita. Ha visto un concurso en que unos tenían que saber cuántos habitantes tenía cada capital de los países asiáticos y otro tenía que andar, sin hacer ruido, con unos cascabeles atados a los pies. Después se ha enterado de cómo va la economía en la zona francófona del Canadá y ahora desfilan por la pantalla unas mujeres bellísimas, inverosímiles, como no las había en los tiempos del abuelo, recién terminada la guerra civil pequeñita y a punto de comenzar la otra, la enorme. El abuelo va a permanecer un poco más frente al televisor y va a cambiar de cadena porque en otra está anunciado un ballet andaluz y a él siempre le ha gustado mucho el flamenco. El abuelo se deja prender por las luces, las palabras, los sonidos, el movimiento, los colores...

  Detrás de todas esas imágenes y palabras, unas brillantes, otras inteligentes, bellas, incluso geniales algunas, otras eficaces para la venta de productos industriales, otras al servicio de intereses egoístas, otras banales, zafias, ofensivas para la vista y el oído, otras, muchísimas, destinadas a modificar nuestros deseos por inducción deliberada, hay siempre grupos de hombres y mujeres, desde los simples obreros hasta los poderosos financieros y las personas de gobierno con responsabilidad absoluta.

  A todos ellos debemos agradecer los ancianos, y también los solitarios circunstanciales, la compañía constante que la televisión nos presta. A ellos debemos agradecerles que por mediación del invento del siglo XX siempre haya con nosotros, sin que tengamos que ir a buscarlos ni, por lo tanto, pedir a alguien más joven que nos lleve, unos actores y actrices, divertidos o patéticos, donde durante siglos, mientras los hombres en plenitud de vida y los que disfrutaban de la juventud, incluso los niños con sus juegos y sus esperanzas, los abandonaban, otros ancianos como nosotros no encontraban más que soledad.

  Debemos agradecerles que en vez del silencio, acongojante compañero antiguo de la soledad, tengamos ahora, en la radio y la televisión, el abrigo de las palabras, nuestras compañeras desde que empezó a despertarse nuestro oído. Y no sólo nosotros, las personas mayores, las personas de nuestra edad, sino la mujer entregada a las labores de casa, y el enfermo, y los niños en los días lluviosos. Pero, incluso en los días indiferenciados, en cualquier momento de cualquiera de esos días, siempre algo se mueve en la casa, siempre esa caja mágica, en tantos casos sustituta de la vida tonta, nos ofrece un juego, una canción, una noticia candente, el terror, el amor, la risa de una película.

  Pero si a esos hombres, y también mujeres, de las oficinas y los despachos y las mesas de consejo de administración y los solemnes y atemorizantes edificios estatales debemos agradecerles todo eso, y quizás más beneficios que ahora olvido, también podemos esperar de ellos que, por ceder a intereses demasiado materiales, no prescindan del respeto a los demás y, principalmente, del respeto a ellos mismos.

  Sabido es que más que a nosotros, gente del espectáculo, teatro, cine, radio o televisión, corresponde a los poderes públicos, por medio de las escuelas, institutos, universidades, elevar la cultura de los ciudadanos y depurar su gusto; mas las cadenas de televisión, dueñas hoy de imágenes y palabras, por propia estimación de sus rectores, pueden contribuir a estos propósitos sin que ello signifique dejar de atender a la diversión del público mayoritario, pero sin caer, como muy bien ha dicho en Los Ángeles José Luis Garci, refiriéndose al cine, en «sustituir las palabras por los números». Es legítimo en un alto o bajo empleado el deseo de aumentar el índice de audiencia, de competir con las demás empresas, pero tal deseo no justifica el envilecimiento.

  Todos ellos, esos financieros, escritores, ejecutivos, directores de contenido, asesores, coordinadores son hoy los dueños de lo que aquí mismo llamó el poeta García Nieto «el supremo don de la palabra», «torre de luz, almena abanderada». Y son los dueños de la palabra que en nuestro tiempo, por primera vez, nos llega sin que tengamos que ir a buscarla, porque está en casa, como las imágenes en color y movimiento, desde el alba hasta el alba. Inverosimilitud, utopía hace sólo un siglo. Son los dueños de la palabra unas veces simplemente oída pero muchísimas escuchada. Y por ello son los responsables de que al llamado «gran público», al hombre común, al hombre cualquiera, le llegue la miel de la palabra, su alimento, o su vaciedad.

  «Puedo decir qué cosas son las cosas / que amo y que me aman ... » He vuelto a García Nieto en su Nuevo elogio de la lengua española, para recordar con palabras mejores que las mías que los rectores de la televisión -gran modificadora de la convivencia en nuestro siglo- pueden decir qué cosas son las cosas que aman y les aman, porque en la televisión, aunque su gran mecenas sea la publicidad, hay tiempo para todo.

  Considero yo la televisión como un ágora inmensa en la que están todos los ciudadanos. Muchos con derecho a usar la palabra y muchísimos más con la facultad de escucharla. Y aun a estos mismos se les concede en múltiples ocasiones permiso para utilizarla y se divulga en millones de hogares y locales públicos.

  Hay dos maneras -quizás más, pero yo no las conozco- de que el hombre, los hombres, se defiendan de aquellos de entre ellos mismos que se afanan, en defensa de sus propios intereses, en privar a los demás del que debe ser su bien más preciado, el único que les permite identificarse con ellos mismos: la libertad. Dos maneras hay, digo, de defenderla. Podría referirme a la libertad como concepto histórico, poético, trascendente, la libertad de los pueblos, la libertad de las naciones, la libertad de la patria enfrentada con la de otra patria, pero, sobre todo, en primer lugar, destacadísimo y alejado de esas sublimes zarandajas, quiero referirme ahora a la libertad de uno mismo, la libertad del individuo, mi libertad, tu libertad, la libertad de cada uno de ustedes, la libertad visible, palpable, comestible, disfrutable.

  Una de esas dos maneras de defender la libertad es la violencia, el heroísmo físico, la agresividad corporal, el recurso a las armas -de fabricación casera o adquiridas a crédito a una multinacional-, y la otra, la palabra.

  Creo hallarme hoy -y es una de las satisfacciones mayores de mi vida y quizás la culminación de mis trabajos- entre personas antes dispuestas a defender su libertad, o su parcela de libertad o, más modestamente, sus libertades y, con modestia aún más acentuada, algunas de sus libertades, no con la violencia y la sangre -suya y ajena- sino con el pensamiento y la palabra.

  Esa es la razón de que al sobrevolar la aventura de la palabra en el siglo XX haya dedicado un tiempo que puede parecer desmesurado a recordar que por medio de la televisión la palabra, la palabra escrita para ser pronunciada, y la palabra espontánea, y la del profesional y la del hombre cualquiera, y la del literato y la del profesor y la del político y la del acusado, la del juez, el defensor, el fiscal la de Su Majestad, la de la puta callejera, la del niño, la de Su llustrísima, la del párroco pueblerino, la del ladronzuelo, el navajero y el presidente del consejo de administración del grupo de empresas del holding del lobby del consorcio de multinacionales están a cualquier hora en casa, en mi casa, en la casa de ustedes, en la Casa Blanca, en el Pentágono y en las chabolas del barrio de las Latas, porque algunos días no hay curro ni manduca, pero televisión no falta.

  Ya he comentado que en nuestro siglo algo trascendental ha ocurrido para los sacerdotes de Talía, los comédicos, histriones, etcétera, etcétera, y es que nuestro arte ha dejado de ser efímero y todo lo que hemos hecho y lo que hagan nuestros sucesores de ahora en adelante puede ser juzgado por la gente futura. Un terror más que añadir al conocido «miedo escénico». Porque, aunque cuando eso suceda nosotros no lo veremos, en el artista, por modesto que sea, suele existir el temor al futuro. El temor al juicio de los que vendrán después. Estaban libres de él los cómicos hasta que Marey, Edison y los Lumière inventaron el cine. Los demás ya no lo estamos.

  Y el otro suceso digno de consideración, éste no sólo para los sacerdotes de Talía sino para el resto de la Humanidad, es la televisión. La intromisión del espectáculo en los hogares. Que el hogar, en vez de ser un coto cerrado, se haya convertido en un lugar por el que deambulan actores, actrices, políticos, periodistas, augures, maniquíes, incluso gente de la calle, y gente de lejanísimas tierras con la que puede encontrarse el abuelo cuando le han dejado solo en la sala de estar.

  Y ya no me queda sino pedir perdón porque el discurso de ingreso de este cómico en la Real Academia Española no haya sido muy académico.

  Ustedes perdonen.